Por Carmen Ramos Méndez G
Nos sentimos afortunados y muy felices de recibir este nuevo ciclo escolar que nos permite continuar con nuestra labor educativa, en un momento en donde la estructura, orden, guía y orientación escolar, no puede ni debe sustituirse.
El aprendizaje y desarrollo de habilidades de los niños no conoce de pausas ni confinamientos. La educación no se detiene y nosotros estamos listos para recibirlos.
Ante tantas modificaciones en nuestro estilo de vida, en nuestros tiempos y rutinas, lo conocido y lo predecible se convierten en anclas que nos permiten adaptarnos con resiliencia a los cambios. Los niños no son la excepción: necesitan contar con la seguridad básica que les brindan su(s) padre(s) y/o madre(s), porque representan las raíces que en un futuro les permitirán volar, y regresar; también necesitan de los modelos que fuera de la familia significan otro tipo de autoridad y de orientación, un espacio íntimo de aprendizaje y socialización.
Si bien es cierto que la escuela no ha existido siempre, también podemos decir que las circunstancias en las que vivimos hoy, no tienen precedentes. Lo que sabemos en la actualidad acerca de las etapas de desarrollo del ser humano, de sus periodos sensitivos y sus tendencias humanas, nos permiten confirmar la importancia de la educación, sobre todo en los primeros años de vida. No es gratuito que la educación sea hoy un derecho inalienable para todos los niños.
Las figuras parentales siguen siendo el primer modelaje para el ser en desarrollo. A partir de ellos y de su entorno los niños van a construir sus gestos, su andar, su lenguaje, sus principios y valores; se identifican con una cultura, adquieren hábitos de vida y desarrollan su autoestima y seguridad.
El espacio escolar, físico o virtual, es el segundo hogar de los niños; un laboratorio seguro en donde ensayan comportamientos sociales, desarrollan vínculos sociales y descubren el mundo con compañeros que comparten necesidades e intereses. Muchos llaman a la escuela el laboratorio de la vida, y más en una comunidad Montessori que concibe con dignidad al niño, que confía en sus potencialidades y que está dispuesta a verlo florecer, a su propio tiempo y a su propio ritmo.
Las escuelas se definen como centros de aprendizaje o de enseñanza. Nosotros redefiniríamos a la escuela Montessori como el espacio de construcción, mejor aún, de autoconstrucción, en donde el niño encuentra las herramientas y los materiales para alimentar su espíritu, enriquecer sus conocimientos y desarrollar sus habilidades, bajo la mirada respetuosa de un adulto preparado que lo sigue para entender qué necesita, y lo guía para que encuentre eso que necesita y lo haga suyo a través de su propia experiencia, de su propio trabajo.
El adulto preparado que acompaña al niño tiene la certeza de presenciar una suerte de metamorfosis que se gesta invisible ante sus ojos. Sabe lo importante que son hasta las cosas más pequeñas para un ser que está aprehendiéndolo todo, y por eso sabe qué, cómo y cuándo intervenir, ofrecer una ayuda, o simplemente seguir observando.